“Rumbo al Encanto: Bienes, Mulas e Insurgentes en la Sombra de Monclova”
Por: Arnoldo Bermea
Era 1811. México hervía en incertidumbre y fuego. Los ecos de la insurgencia resonaban en los caminos, y en la Hacienda de Hornos(General Cepeda), en la sierra de Coahuila, una caravana se preparaba para emprender un viaje más que arriesgado: 75 mulas cargadas con 5,000 pesos en plata partían rumbo al norte, bajo la protección del silencio y la esperanza.
Esteban Díaz, acompañado por su padre y un grupo de arrieros, había recibido el encargo de proteger un tesoro que debía salvarse de los “insurgentes”. Los rumores crecían como sombras, y ya desde Pastora se avistaban “los polvos” de los alzados, obligándolos a tomar rutas recónditas. Dejaron atrás la Hacienda de San Lorenzo y cruzaron las abruptas tierras de la sierra de la Paila, hasta llegar a la famosa cueva del Encanto, un refugio natural donde escondieron la carga. Allí, en abril de 1811, cavaron trincheras de piedra y enterraron los bienes como si sepultaran secretos del alma.

Lo irónico del destino es que, mientras ellos se escondían en la sierra huyendo de un enemigo que creían inminente, los insurgentes ya habían sido sometidos. Habían sido capturados y, desde antes, trasladados bajo custodia a Monclova, donde la historia tejía otros rumbos. La ciudad, con su antigua importancia política y militar, se convertía en el escenario decisivo de esa fase del movimiento. Lejos de ser una simple villa, Monclova representó un nodo estratégico en el tránsito y confinamiento de los rebeldes, mientras otros, ignorantes de lo ocurrido, seguían escondiendo bienes de una amenaza que ya no existía.
Uno a uno, los arrieros fueron abandonando la cueva, algunos enfermos, otros con rumbo incierto. Esteban permaneció en el norte, donde finalmente llegó a Boston, Estados Unidos. Años después, encontró allí a un joven de Cuatro Ciénegas, hijo de uno de los arrieros que lo había acompañado, y supo entonces que su padre había sido localizado… en Nuevo Orleans. Había sobrevivido, como muchos otros, a la confusión de una guerra que dejó más preguntas que certezas.
Así, en las entrañas de la sierra y bajo la custodia de mulas cansadas, una historia quedó enterrada, esperando ser contada. Y Monclova, como tantas veces en su historia, fue testigo y cruce de caminos, donde se definió el destino no solo de hombres, sino también de las causas que movieron a un país en su largo parto hacia la independencia.